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F.3.1 - ¿Por qué es importante este desprecio por la igualdad?

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Simplemente porque el desprecio por la igualdad desemboca rápidamente en una negación de libertad para la mayoría en muchos aspectos importantes. La mayoría de los “anarco”-capitalistas y los libertarianos niegan (o ignoran, en el mejor de los casos) el poder del mercado. Rothbard, por ejemplo, reivindica que en el capitalismo no existe poder económico; lo que suele denominarse “poder económico” es “simplemente el derecho, sancionado por la libertad, de negarse a realizar un intercambio”, de modo que el concepto carece de sentido. [The Ethics of Liberty, p. 222]

Sin embargo, el hecho es que hay centros de poder sustanciales en la sociedad (que son por lo tanto fuente de jerarquía y relaciones sociales autoritarias) que no se circunscriben al Estado. En palabras de Eliseo Reclús, el “poder de los reyes y los emperadores tiene límites, pero el de la opulencia no encuentra barrera alguna. El dólar es el amo de los amos.” En consecuencia, la opulencia es fuente de poder en la medida en que “lo esencial” en el capitalismo “es entrenarse uno mismo para perseguir la ganancia monetaria, al objeto de gobernar a otros mediante la omnipotencia del dinero. El poder de uno aumenta en relación de proporcionalidad directa con los recursos económicos de que se dispone.” [citado por John P. Clark y Camille Martin (editores), Anarchy, Geography, Modernity, p. 95 y pp. 96-7] De modo que la falacia central del “anarco”-capitalismo es la asunción (implícita) de que los múltiples agentes en el seno de la economía tienen un poder relativamente igual. Esta asunción ha sido señalada por muchos lectores de sus trabajos. Por ejemplo, Peter Marshall indica que “los “anarco”-capitalistas como Murray Rothbard dan por sentado que los individuos tendrían idéntico poder de negociación en una sociedad mercantil [capitalista].” [Demanding the Impossible, p. 46] George Walford también incide en esto en sus comentarios sobre The Machinery of Freedom, de David Friedman:

La propiedad privada preconizada por los “anarco”-capitalistas sería muy diferente de aquélla que conocemos. No supone mucha desviación afirmar que mientras que la una es desagradable, la otra sería placentera. En el “anarco”-capitalismo no habría Seguridad Social, ni asistencia médica gratuíta, ni siquiera nada comparable a las leyes de amparo a los pobres; no habría rastro alguno de redes de seguridad pública. Todo se encuadraría en una sociedad rigurosamente competitiva: trabaja, mendiga o muere. Pero a medida que uno avanza en su lectura, al comprender que cada individuo se vería compelido a comprar, personalmente, todos los bienes y servicios necesarios; no sólo comida, ropa y refugio sino también educación, medicina, sanidad, justicia, policía, toda forma de seguridad o aseguración, e incluso el permiso para usar las calles (puesto que éstas estarían también sujetas al régimen de propiedad privada), a medida que uno lee todo esto, un aspecto curioso emerge: todo el mundo tiene siempre el dinero necesario para comprar todas estas cosas. No hay salas de urgencias, ni hospitales, ni hospicios públicos, pero tampoco hay nadie muriendo en las calles. No hay sistema de educación pública como tampoco hay niños sin educar, no hay policía pública pero tampoco hay nadie incapaz de alquilar los servicios de una eficiente empresa de seguridad, no hay ley pública como tampoco nadie que no pueda pagar por el uso de un sistema legal privado. Tampoco hay quien sea capaz de comprar mucho más que los demás; no hay persona o grupo que detente poder económico sobre otros. A esto no se ofrece explicación alguna. Los “anarco”-capitalistas simplemente dan por hecho que en su sociedad ideal, pese a carecerse de mecanismos para restringir la competencia (pues esto implicaría un ejercicio de autoridad sobre los competidores, y se trata de una sociedad “anarco”-capitalista), tal competencia sería llevada al extremo de que nadie sufriese sus consecuencias. A la par que proclaman que su sistema es uno competitivo, en el que el interés privado campa irrestricto, lo presentan bajo un funcionamiento cooperativo, en el que ninguna persona o grupo se beneficia a costa de otros.
On the Capitalist Anarchists


Esta asunción de una igualdad (relativa) salta a escena en el concepto “hogareño” de la propiedad de Murray Rothbard (discutido en la sección F.4.1). Se bosqueja un dibujo de individuos y familias aventurándose en la fronda salvaje para construirse una casa, luchando contra los elementos y demás eventualidades. No se invoca la idea de corporaciones multinacionales empleando a decenas de miles de personas, o la de una población entera sin tierra, sin recursos y obligada a vender su trabajo a otros. Rothbard, como se ha indicado, arguyó que el poder económico no existe (al menos en el capitalismo, si bien como vimos en la sección F.1 hace algunas – altamente ilógicas – excepciones). De un modo similar, el ejemplo de David Friedman de una empresa a favor de la pena de muerte y otra en contra alcanzando un acuerdo (ver sección F.6.3), asume implícitamente que las dos compañías tienen idéntico poder negociador y recursos – si no, el proceso de negociación estaría desequilibrado en uno u otro sentido y la empresa pequeña se lo pensaría dos veces antes de decidirse a batallar con la grande (que sería – este batallar – el resultado más probable en caso de no alcanzarse el consenso).

No obstante, la negación libertariana del poder del mercado no sorprende. La “necesidad, no la redundancia, de la asunción concerniente a la igualdad natural” es requerida “si los problemas inherentes a la teoría del contrato no han de volverse demasiado obvios”. Si se presupone que algunos individuos tienen significativamente más poder que otros, y si se guían siempre por intereses personales, entonces un contrato entre partes iguales es imposible – el pacto establecerá una asociación de amos y siervos. No hace falta decir que el fuerte presentará el contrato como ventajoso para las dos partes: él no tendrá que trabajar más (y se hará rico, es decir, todavía más fuerte), y el débil recibirá un sueldo que le evitará morir de inanición. [Carole Pateman, The Sexual Contract, p. 61] De modo que si la libertad es considerada en función de la propiedad, entonces puede colegirse que los individuos carentes de propiedades (más allá de su propio cuerpo, por supuesto) perderán control efectivo sobre su persona y su trabajo (que era, no lo olvidemos, la base de sus iguales derechos naturales). Cuando el poder de uno a la hora de negociar es débil (caso típico en el mercado laboral), los intercambios tienden a magnificar las desigualdades en riqueza y poder a lo largo del tiempo, antes que a avanzar en el sentido de una igualación.

En otras palabras, el “contrato” no necesita reemplazar al poder si la posición en la negociación y la riqueza de los futuros firmantes no es igual (puesto que, si los negociadores tuvieran igual poder resultaría dudoso que aceptasen buscar un acuerdo para vender el control de su libertad/trabajo a otros). Esto implica que “poder” y “mercado” no son términos antitéticos. Mientras que en un sentido abstracto todas las relaciones mercantiles son voluntarias, en la práctica no es éste el caso en el seno del mercado capitalista. Una gran compañía tiene una ventaja comparativa sobre otras más pequeñas, así como sobre comunidades y trabajadores individuales, lo cual moldeará inevitablemente el resultado de cualquier contrato que se establezca. Por ejemplo, una gran empresa o una persona rica tendrá acceso a más fondos, por lo que podrá aguantar en litigios y huelgas hasta que los recursos de sus oponentes se hayan agotado. O, si una compañía estuviera contaminando el medio ambiente, pudiera darse el caso de que la comunidad local decidiese convivir con el daño hecho por miedo a que la industria (de la que depende) se desplazase a otro lugar. Si los miembros de la comunidad sí que planteasen conflicto, entonces la corporación únicamente estaría ejerciendo sus derechos de propiedad cuando amenazase con irse a otra parte. En tales circunstancias, la comunidad aceptaría “libremente” las condiciones que se le planteasen, o de lo contrario tendría que enfrentarse a una debacle económica y social. De un modo parejo, “los esbirros de los terratenientes que amenazaban con el paro a los campesinos y arrendatarios que no votaban a la reacción” en las elecciones españolas de 1936, estaban ejerciendo sus legítimos derechos de propiedad al amenazar a las gentes trabajadoras y sus familias con la incertidumbre económica y la angustia. [Murray Bookchin, The Spanish Anarchists, p. 260]

Si observamos el mercado laboral, resulta claro que los “compradores” y los “vendedores” de la fuerza de trabajo rara vez se encuentran en una posición de igualdad (si lo estuvieran, entonces el capitalismo no tardaría en entrar en crisis – ver sección C.7). Como ya reseñamos en la sección C.9, en el capitalismo la compteición en el mercado laboral se encuentra típicamente inclinada en favor de los empleadores. Por ende la capacidad de negarse a un intercambio tiene mucho más peso en una clase que en otra, lo cual asegura que el “libre intercambio” trabaja para garantizar la dominación (y la explotación) del hombre por el hombre. La desigualdad en el mercado implica que las decisiones de la mayoría tomen forma en concordancia con las necesidades de los poderosos, no con las de todos. Fue por esta razón, por ejemplo, que el anarquista individualista J .K. Ingalls se opuso a la propuesta de Henry George de nacionalizar la tierra. Ingalls se daba buena cuenta de que los ricos podrían vencer a los pobres en la puja por obtener tierras en régimen de alquiler, de modo que la desposesión de la clase obrera continuaría.

El mercado, en consecuencia, no cercena el poder ni la autoridad – éstos persisten, pero bajo distintas formas. Y para que un intercambio sea realmente voluntario, ambas partes deben tener igual poder de aceptar, rechazar o influenciar sus condiciones. Desgraciadamente, estas condiciones rara vez se dan en el mundo laboral, o en el mercado capitalista en general. Por eso el argumento de Rothbard de que el poder económico no existe falla al no reconocer que los ricos pueden pujar más que los pobres por los recursos, y que una corporación tiene por norma general más capacidad para rechazar un contrato (con un individuo, una unión o una comunidad) que a la inversa (y que el impacto de semejante rechazo es tal que impulsará a los demás involucrados a asumir el compromiso mucho antes). En estas circunstancias, individuos formalmente libres tendrán que “consentir” perder su libertad para sobrevivir. Examinando la rutina del capitalismo moderno, examinando lo que acabamos tolerando en aras de ganar suficiente dinero para sobrevivir, no provoca sorpresa alguna que los anarquistas se pregunten si el mercado nos sirve o si, por contra, nosotros servimos al mercado (y en consecuencia a quienes detentan posiciones de poder en él).

Así que la desigualdad no puede ser fácilmente descartada. Como señaló Max Stirner, la libre competición “no es “libre”, porque carezco de lo necesario para la competición.” Debido a esta desigualdad básica en la posesión de riquezas, encontramos que “bajo el régimen comunal los labriegos siempre caen en manos de los propietarios... de los capitalistas, en consecuencia. Su principio, el trabajo, no se reconoce según su valor... El capitalista resulta ser el principal beneficiado.” [El Único y su Propiedad, p. 262 y p. 115] Es interesante recalcar que incluso Stirner reconoció que el capitalismo implica explotación y que sus raíces yacen en desigualdades en la propiedad y por lo tanto en el poder. Y nosotros añadimos que el valor no reconocido al trabajador va a manos del capitalista, que lo invierte en más bienes materiales, y que consolida y aumenta su ventaja en la “libre” competición. Citando a Stephan L. Newman:

Otro inquietante aspecto del rechazo de los libertarianos a reconocer la existencia del poder en el mercado es su incapacidad para confrontar la tensión entre libertad y autonomía... El trabajo asalariado en el capitalismo es, desde luego, trabajo formalmente libre. Nadie trabaja a punta de pistola. Las circunstancias económicas, sin embargo, tienen a menudo efectos coactivos; compelen al relativamente pobre a aceptar trabajar en condiciones dictadas por propietarios y gestores. El obrero individual conserva la libertad a título nominal [libertad negativa] pero pierde autonomía [libertad positiva].
Liberalism at Wit's End, pp. 122-123


Si consideramos la “igualdad ante la ley”, resulta obvio que este principio también encuentra limitaciones en una sociedad (materialmente) desigual. Brian Morris señala que para Ayn Rand, “en el capitalismo... la política (el Estado) y la economía (el capitalismo) están separados... Esto, por supuesto, es pura ideología, ya que la justificación del Estado que hace Rand es que “protege” la propiedad privada, esto es, que apoya y mantiene el poder económico de los capitalistas por medios coercitivos.” [Ecology & Anarchism, p. 189] Otro tanto puede decirse del “anarco”-capitalismo, sus “agencias de protección” y su “código legal general libertariano”. Si en el seno de una sociedad unos pocos poseen todos los recursos y la mayoría se encuentra desposeída, entonces cualquier código legal que proteja la propiedad privada potencia automáticamente a la clase propietaria. Los obreros estarán siempre iniciando el empleo de su fuerza si se rebelan contra sus jefes o si actúan contra este código, de modo que esta “igualdad ante la ley” refleja y refuerza la desigualdad en poder y riqueza. Esto conlleva que un sistema de derechos de propiedad respalda las libertades de algunas personas de un modo que les da un grado inaceptable de poder sobre otros. Y esta crítica no puede ser encarada meramente reafirmando los derechos en cuestión; debe evaluarse la importancia relativa de los varios tipos de libertad y de otros valores que nos sean caros.

En consecuencia, el desprecio libertariano por la igualdad es importante porque permite al “anarco”-capitalismo ignorar muchas restricciones importantes de libertad en la sociedad. En añadidura, les permite pasar de puntillas sobre los efectos negativos de su sistema elaborando una imagen irreal de una sociedad capitalista sin extremos exagerados de poder y riqueza (de hecho, a menudo construyen una sociedad capitalista en términos de un ideal – a saber, la producción artesanal – que es precapitalista y cuya base social ha sido erosionada por el desarrollo capitalista). La desigualdad moldea las decisiones que tomamos:


Un “incentivo” está siempre disponible en condiciones de una desigualdad social sustancial que asegure que el “débil” suscribirá el contrato. Cuando la desigualdad social prevalece, surgen preguntas en torno a qué puede considerarse como una aceptación voluntaria de un contrato. Es por esto que socialistas y feministas se han centrado en las condiciones de aceptación del contrato de empleo y del de matrimonio. Hombres y mujeres... son a día de hoy ciudadanos jurídicamente libres e iguales, pero, en condiciones sociales desiguales, no puede omitirse la posibilidad de que algunos o muchos contratos creen relaciones que guardan desagradables parecidos con la esclavitud.
Op. Cit., Carole Pateman, p. 62

Esta confusión ideológica del libertarianismo también puede verse en su oposición a los impuestos. Por un lado, arguyen que los impuestos son negativos porque suponen tomar dinero de aquellos que “se lo ganan” para dárselo a los pobres. Por el otro, ¡se asume implícitamente que el capitalismo de “libre mercado” devendría en una sociedad más igualitaria! Si los impuestos toman de los ricos para repartir entre los pobres, ¿cómo podrá ser el “anarco”-capitalismo más igualitario? Ese mecanismo igualizante se vería borrado (por supuesto, se responderá que todas las grandes fortunas son el resultado de la intervención estatal para inclinar el “libre mercado”, pero eso coloca todas sus historias sobre “harapientos que se hacen ricos” en una situación un tanto extraña). Por lo tanto tenemos un problema: o se da una igualdad relativa, o no se da. O tenemos ricos, y por lo tanto poder mercantil, o no los tenemos. Y resulta claro de las inclinaciones de Rothbard, el “anarco”-capitalismo no prescindirá de sus millonarios (no hay, de acuerdo con él, nada antilibertario en “la jerarquía, el trabajo asalariado, el préstamo de fondos por parte de libertarianos millonarios, y el partido libertariano” [citado por Black, Op. Cit., p. 142]). De modo que se nos deja ante el poder mercantil, y por tanto ante la carencia extensiva de libertad.

Por ello, para una ideología que denuncia el igualitarismo como “una revuelta contra natura”, resulta bastante graciosa su idea de una sociedad “anarco”-capitalista como una de seres (relativamente) iguales. En otras palabras, su propaganda se basa en algo que nunca ha existido, y que nunca existirá: una sociedad capitalista e igualitaria. Sin la asunción implícita de igualdad que subyace a su retórica, las patentes limitaciones en su visión de la “libertad” se tornan demasiado obvias. Cualquier capitalismo laissez-faire sería desigual, y “aquellos que poseyeran riqueza y poder no harían sino aumentar sus privilegios, mientras que los débiles y los pobres quedarían abocados a la miseria... Los libertarianos quieren simplemente libertad para sí mismos, para proteger sus privilegios y explotar a otros.” [Peter Marshall, Op. Cit., p. 653]

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