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El trabajo y los trabajadores.¿Tiene algún futuro el sindicalismo?

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l trabajo y los trabajadores.¿Tiene algún futuroel el sindicalismo? Félix García Moriyón

Desde comienzos del siglo xix, los trabajadores buscaron asociarse para defender sus derechos y mejorar sus condiciones de existencia. Buscaban también en algunas ocasiones cambiar radicalmente la sociedad capitalista. Más de un siglo de lucha contribuyó decisivamente a la consolidación del estado del bienestar, con el consiguiente éxito del sindicalismo. Las condiciones de trabajo en las últimas décadas han cambiado significativamente y los sindicatos tradicionales, a pesar del reconocimiento social de que disponen, no han sido capaces de hacer frente a las exigencias de un modelo de capitalismo más explotador. Por otra parte, otras organizaciones se muestran más activas en la lucha por un cambio social. En estos momentos, el sindicalismo tiene el difícil reto de reorganizarse para conseguir defender eficazmente a la clase trabajadora y proponer un modelo de sociedad más justo y solidario.

1. El mito de la clase obrera En el año 72 a.C., Espartaco encabezó una rebelión contra los romanos: era un esclavo (entonces, la fuerza de trabajo fundamental de Roma) y aglutinó el descontento de numerosos esclavos lo que le permitió vencer por tres veces consecutivas a los ejércitos romanos hasta que fue definitivamente derrotado. La represión fue brutal, con muy pocos supervivientes y un rosario de crucificados a lado y lado del camino que conducía de Roma a Ostia. En 1378, Michele Di Lando encabezó un movimiento de protesta de los trabajadores florentinos contra el patriciado. Siendo una parte fundamental de la generación de la riqueza en la ciudad, estaban excluidos de toda participación política y padecían unas condiciones de trabajo muy duras. La rebelión tuvo éxito inicial, instauró un gobierno de los humildes e introdujo mejoras: creación de un arte que representaba a los obreros, desaparición del oficial extranjero que controlaba su trabajo y aumento de los salarios. La clase hegemónica supo reconducir rápidamente la situación y en cuatro años consiguió una alianza con Michele di Lando que encabezó la represión de sus antiguos compañeros y colaboró a la instauración de una oligarquía con la pérdida de los derechos conquistados por los trabajadores.

La lucha de los trabajadores por mejorar sus condiciones de existencia es una constante en la historia de la humanidad, aunque, como no podía ser menos, ha ido adoptando diversas modalidades de acuerdo con las condiciones específicas de trabajo en las que se encontraban. No es lo mismo ser un esclavo, que un siervo de la gleba o un asalariado y, lógicamente, los procedimientos de hacer frente a la situación varían para lograr la mayor eficacia. Hay, no obstante, un indudable hilo conductor que nos permite establecer una continuidad, y eso lo reconocía el propio Marx en su manifiesto propagandístico. Era, por tanto, bien consciente de que el movimiento obrero incipiente del siglo XIX seguía una larga tradición de luchas emancipadoras, pero también mostraba características específicas que lo hacían diferente a todo lo que había habido anteriormente. La magnitud que adquirió el asalariado, como específica relación social de producción, en el siglo XIX llevó al propio Marx y a otros autores a conferir una importancia decisiva a las luchas de los trabajadores para acabar definitivamente con la explotación, todo tipo de explotación de todos los seres humanos. El sistema capitalista, entonces en proceso de crecimiento y consolidación, se basaba y se basa todavía en la extracción de plusvalía, esto es, en la apropiación injusta, pero legal, de una parte importante de la riqueza producida por el trabajador, a quien sólo se le entregaba la cantidad suficiente para garantizar su subsistencia y reproducción. Más adelante, el sistema admitió pagar más, pero sólo para garantizar que el asalariado empleaba su dinero en consumir los productos que había fabricado, duplicando de ese modo el proceso de extracción de plusvalías: una parte, en el mismo lugar de trabajo; otra parte, en la tienda en la que gastaba los excedentes de su salario en comprar un retahíla creciente de productos no siempre necesarios.

El movimiento obrero adquirió una fuerza notable, al conseguir aglutinar el descontento profundo que anidaba en el estado de ánimo de la clase trabajadora. Sus condiciones laborales eran muy duras y la miseria amenazaba de forma permanente sus precarias condiciones de existencias, miseria que contrastaba de forma estridente con la riqueza creciente de quienes poseían los medios de producción. La situación era percibida como inmoral incluso por miembros de la burguesía aunque en la historia no siempre las causas justas son las que logran salir adelante. El hecho es que los trabajadores abandonaron el modelo de organización gremialista que había dominado en la etapa anterior y empezaron a constituir sindicatos con la finalidad de modificar las condiciones de trabajo, evitando la brutal explotación y opresión que padecían. Percibieron que su débil posición frente a los empresarios sólo podía superarse a través de la asociación, lo que haría posible una actuación coordinada y solidaria. Por otra parte, la disolución de los gremios había sido una de las exigencias planteadas y conseguidas por la burguesía revolucionaria a finales del XVIII y comienzos del XIX, pues veían en ellos un obstáculo a su libertad de acción.

Desgraciadamente no se produjo la unidad esperada y desde el primer momento el movimiento sindical se escindió en tendencias que buscaban objetivos bien dispares. Un grupo de sindicalistas,grupados en la I Internacional, consideraba que era necesaria una completa revolución social que acabara con las relaciones sociales de producción específicas del capitalismo. Otro grupo se limitó desde el primer momento a las mejoras concretas sin aspirar a ningún tipo de revolución. Entre los primero se volvió a producir posteriormente otra ruptura, marcada por quienes consideraban que la acción sindical debía ser completada por la acción política parlamentaria o extraparlamentaria, a la que incluso debía subordinarse, y otros que concedían todo el rotagonismo a los trabajadores y consideraban necesaria la desaparición del estado.

Quedó claro, por tanto, desde el primer momento que no había un bloque homogéneo de trabajadores y que muchos de ellos carecían de la más mínima conciencia de clase social que demandaba un cambio radical de las estructuras. Las condiciones objetivas de explotación y opresión les convertían en indiscutibles protagonistas de toda lucha encaminada a avanzar hacia una sociedad más justa, pero muchos de ellos no pretendían más que incrementar su nivel de vida sin cuestionar seriamente el sistema en el que trabajaban. No tenían una propuesta diferente a la que sustentaba a la clase hegemónica y les bastaba con que su porción en el reparto de la riqueza social fuera más bundante. Todo parecían reducirse a un sencillo lema: “Más trabajo y menos salario”. La reivindicación era y sigue siendo objetivamente valiosa y atenta directamente contra el corazón del sistema en la medida en que rompe la lógica de maximizar los beneficios o incrementar la plusvalía. Sin embargo, no resulta suficiente, pues no cuestiona el sistema en sí mismo.

De ahí la importancia del sindicalismo más revolucionario que entroncaba esa reivindicación material inmediata con un enfoque más amplio del problema y una exigencia de modificación del modelo de relaciones sociales. Aunque con las divisiones que ya he mencionado anteriormente, este sector del sindicalismo coincidía en algunos supuestos que marcaron decisivamente sus luchas.

El primero era la conciencia de que no se trataba sólo de un robo de la plus-valía generada en el proceso de trabajo, sino de que se estaba atentando directamente contra una dimensión ntropológica esencial. Los seres humanos nos realizamos como tales precisamente mediante nuestro trabajo y es precisamente el trabajo que debiera ser un factor decisivo en nuestro proceso de desarrollo personal y de humanización lo que se convierte en ámbito del embrutecimiento y destrucción de la personalidad. Más allá de la supervivencia o del bienestar material está en juego la condición humana digna de tal nombre.

Por otro lado, el sindicalismo revolucionario estaba convencido de que su lucha era la lucha central para la liberación no sólo de los trabajadores, sino de toda la humanidad. Aunque esta tesis era más clara en el caso de las corrientes inspiradas por el marxismo, también estaba presente en las que seguían la tradición anarquista. Si la clase trabajadora se dotaba de una auténtica conciencia de clase revolucionaria y conseguía articular una lucha contundente, que tenían en la huelga general su máxima expresión, se podría conseguir un cambio trascendental en la historia de la humanidad. Se conseguiría instaurar una sociedad en la que ya no habría explotación ni opresión y en la que se podría decir que por fin empezaría la historia de la humanidad. El paraíso comunista, la sociedad reconciliada consigo misma, era el objetivo final y era algo que estaba al alcance de la mano; una o dos generaciones más luchando decididamente por la revolución social y el capitalismo se desmoronaría dejando paso a la nueva sociedad.

Junto a estas coincidencias de fondo existían también diferencias importantes en los matices en las que no puedo entrar en este momento. De todos modos, el sindicalismo revolucionario y los partidos o grupos políticos con él relacionados se embarcaron en una lucha sin cuartel contra la sociedad burguesa y capitalista. El comienzo del siglo XX fue testigo de duros enfrentamientos en el mundo occidental, siendo todos conscientes de que los intereses defendidos por unos y otros eran irreconciliables. La gran Revolución Rusa indicó un camino de cambio total al que seespondió en otros países con el ascenso de los fascismos que se propusieron acabar con el movimiento obrero de inspiración socialista. Una gran guerra mundial puso punto final a esta pugna. El sindicalismo más revolucionario sufrió su última gran derrota en España, en mayo de 1937, quedando como caricatura absolutamente enfermiza de sus pretensiones iniciales el socialismo realmente existente en la Unión Soviética, que se colapsó definitivamente en 1989.

Aparentemente, el capitalismo había sabido hacer frente al envite evitando su desaparición. Eso sí, la victoria no fue en absoluto completa y los estados sociales que crecieron especialmente en Europa a finales de la década de los 40 llevaron a la práctica gran parte de las reivindicaciones planteadas por el sindicalismo más radical. Si bien es cierto que los males profundos del sistema de asalariado no desaparecieron, las condiciones de trabajo se dulcificaron lo suficiente para que la mayoría de los trabajadores beneficiados estuvieran dispuestos a transigir con el sistema e incluso a defenderlo. Los mismos sindicatos aceptaron el papel de agencia paraestatal de gestión de las cuestiones sociales y económicas, con fórmulas más o menos avanzadas de participación en la gestión, pero sin amenazar en ningún momento la estabilidad y persistencia del sistema. La fórmula pareció funcionar, al menos durante 30 años, y el ámbito de las luchas más radicales contra el sistema se desplazó a otros movimientos sociales como pudieron ser los movimientos de liberación nacional en los países colonizados, el feminismo, el pacifismo y el naciente ecologismo. 2. Lo que ha cambiado Quizás debido a aquello de que primero es vivir y después va el filosofar, la mejora en las condiciones de existencia de la clase trabajadora y de la población en general en los países occidentales favoreció la aparición de nuevos movimientos sociales que afrontaron problemas que hasta entonces habían permanecido en segundo plano. Las luchas por la autodeterminación permitieron acabar con el colonialismo que había sojuzgado a gran parte del planeta y había favorecido la consolidación del capitalismo europeo. Las mujeres decidieron que no bastaba con el voto y se lanzaron a la lucha contra los innumerables problemas que las relegaban a un papel secundario en una sociedad demasiado machista y excesivamente patriarcal. La guerra fría y la amenaza de la extinción definitiva de la humanidad en un holocausto nuclear favorecieron el crecimiento y radicalización del movimiento pacifista. El modelo de desarrollo capitalista empezó a mostrar un nuevo tipo de limitación, el agotamiento de los recursos y el deterioro irreversible del medio ambiente, lo que provocó la gran eclosión de los movimientos ecologistas. Eran luchas diversas, acompañadas por otras también importantes, como las que tenían que ver con los derechos humanos, la identidad sexual o la educación. En todas ellas se ponía de manifiesto un cierto desbordamiento del marco de lucha social y política del siglo anterior. Al mismo tiempo, se podía ver que la reducción del tiempo de trabajo asalariado de los seres humanos sacaba a la luz nuevos problemas y nuevas áreas en las que florecían necesidades y aspiraciones hasta entonces desconocidas o muy marginales. Las luchas de liberación ya no se limitaban al mundo del trabajo, sino que abarcaban la condición general del ser humano, su vida pública como ciudadano, su vida económica como consumidor y su propia vida privada.

En todo caso, el modo de producción capitalista se mantenía y, tras esa paz social de treinta años, volvía a plantear sus exigencias más descarnadas, sobre todo la necesidad de mantener elevada la tasa de extracción de plusvalía. En su versión más reduccionista, el capitalismo seguía identificando la riqueza de las naciones con el beneficio económico de los propietarios de los medios de producción, conseguido bien gracias a la explotación en el puesto de trabajo, bien gracias a la venta de bienes de consumo cada vez más superfluos. A finales de los años setenta se imponía una reestructuración rigurosa de las relaciones sociales de producción para recuperar el terreno perdido en la tasa de plusvalía. El bloque hegemónico se dispuso a reestructurar y modificar las condiciones laborales para garantizar de ese modo que no disminuía sino todo lo contrario el beneficio del que se apropiaba. Para conseguirlo abrió varios frentes, diseñando tácticas de intervención diferentes para cada uno de ellos, si bien podemos considerar que existía un hilo conductor común que ha recibido el nombre de neoliberalismo.

Para ser breve, voy a enumerar cuáles fueron, y siguen siendo, las principales medidas adoptadas que afectaron seriamente a los trabajadores. En primer lugar se ha procedido a ir desmontando poco a poco la abundante legislación existente que favorecía a la clase obrera: despido libre, disminución de la aportación de la patronal en la acumulación de fondos para hacer frente a los pensiones y subsidios, desaparición del salario mínimo... Se ha buscado igualmente una mayor flexibilidad general en las condiciones de trabajo, de tal modo que se acentúe el papel de la mano de obra como pura mercancía que puede ser manejada según las necesidades altamente fluctuantes del capitalismo; el problema resultaba más acuciante por el incremento de la globalización con la posibilidad de producir los mismos productos en lugares muy distintos con condiciones laborales también muy diferentes. Al capitalismo le beneficiaba tener capacidad para modificar las plantillas o garantizar su movilidad geográfica, que podía extenderse más allá de las fronteras de un país, de donde la importancia de las grandes áreas económicas como la Unión Europea, Mercosur o el Nafta. Una pieza clave de esta flexibilización estaba en la generalización de las subcontratas, de tal modo que la empresa principal apenas tenía trabajadores ni cargas sociales y podía subcontratar servicios ajustando la producción con mayor precisión a las necesidades del mercado local y mundial. La implacable lógica de la obtención de beneficios llevaba a cerrar fábricas simplemente por no proporcionar los beneficios esperados, no por arrojar pérdidas. Otro caso extremo de movilidad geográfica de los trabajadores es el que se da en los movimientos migratorios. Se consigue que acuda a un país un importante contingente de trabajadores, siendo en ese país donde ejercen como mano de obra productiva, pero al mismo tiempo se procura que su reproducción como trabajadores siga en el país de origen de tal modo que el coste social que supone la reproducción social (tener hijos y educarlos, así como atender a los ancianos) corra a cargo del país de origen.

Precarización radical y movilidad total son las dos piezas claves en el acentuado proceso de deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores. No obstante, no son en absoluto las únicas. La clase hegemónica adoptó otras dos grandes estrategias para incrementar sus beneficios. La primera ha sido el aumento del trabajo humano que está bajo la lógica del salario y es convertido en mercancía. Si bien es cierto que ha disminuido sensiblemente el número de horas que una persona va a trabajar en su vida activa, también es cierto que ha crecido notablemente el número de personas que están asalariadas, y además en esas condiciones precarias que antes he mencionado. Con una voracidad expansiva inusitada, el economicismo ramplón del capitalismo vigente ha ido colonizando cada vez más áreas de la vida humana, sometiéndolas al sistema de asalariado. Un ejemplo muy concreto lo tenemos en la atención a los ancianos o en la gestión del tiempo libre. En ambos casos, se dificulta la libre iniciativa de las personas y se articula una amplia oferta de servicios, previo pago de su importe claro está. La mercantilización avanza imparable y afecta a los modos de existencia: un lugar preferente de paseo en el tiempo libre lo constituyen las grandes superficies, inmensos espacios en los que se exhibe toda la parafernalia del consumo y en los que los ciudadanos deslumbrados y atraídos a un tiempo pasean sin encontrar ningún sitio en el que poder descansar sin la obligación de consumir algo.

Lo que puede ser vivido en cierto sentido como una liberación –descargar a las mujeres en las familias del cuidado de los ancianos y los niños o acceder a una mayor variedad de productos– no se traduce de forma inmediata en mayor riqueza social. El hecho es que las familias necesitan en estos momentos dos salarios para poder hacer frente a los gastos impuestos por el modo de vida vigente; no debemos olvidar que los salarios son extremadamente bajos teniendo en cuenta el coste de la vida. Por si fuera poco el consumo, se encarece la vivienda y se fuerza a las parejas o individuos a embarcarse en hipotecas que les mantendrán atados al sistema financiero –y por tanto al asalariado– durante los siguientes 20 ó 30 años de su existencia. No es raro, por tanto, que en países como el nuestro, la gente aplace el momento de constituir una unidad familiar o independizarse y que las tasas de natalidad desciendan de manera alarmante. Y tampoco es raro que no deje de aumentar el número de personas que percibe un salario, aunque los niveles de paro no disminuyan lo suficiente y siga habiendo una importante bolsa de trabajo negro o fuera de las estadísticas oficiales, trabajo aún más precario que el oficialmente registrado.

La segunda estrategia, en parte directamente emparentada con la anterior, ha consistido en apropiarse de casi todo el aparato productivo que estaba controlado por el estado y de muchos servicios sociales. La política de privatizaciones ha sido uno de los pivotes sobre los que se ha erigido la estrategia de dominio del neoliberalismo. Eso supone introducir una lógica economicista y de beneficios en sectores que anteriormente estaban dominados por normas distintas, como pudieran ser garantizar servicios básicos o preservar el control democrático de sectores fundamentales de la producción. Como era de suponer, la privatización sólo se ha hecho cargo de todos aquellos sectores que podían generar plusvalías, en especial si se modificaba su comportamiento y se organizaban con criterios de productividad y rendimiento económicos.

Desde luego no se ha traducido en mejoras en el servicio que puedan ser percibidas como tales por los usuarios, existiendo ejemplos sangrantes. Ninguno posiblemente tan paradigmático como el de las empresas de trabajo temporal: por un lado destruyen un servicio público que se había dejado deteriorar, el INEM, y por otro lado incrementan brutalmente tanto la extracción de plusvalía del trabajo asalariado como la precariedad. En la misma línea se puede mencionar otros servicios: transportes (compañías aéreas y ferrocarriles), servicios de seguridad privados, asistencia sanitaria, suministro eléctrico, telefonía y televisión...

Otro de los ámbitos en los que se puede percibir con bastante claridad la específica perversidad del modelo de capitalismo actualmente vigente la tenemos en lo que podemos llamar salario diferido y más en concreto las pensiones. Tras un breve amago de avanzar hacia pensiones generalizadas y no contributivas, basadas en el sistema de reparto, el bloque hegemónico vio la posibilidad de extender sus tentáculos al amplísimo sector de las pensiones. Como en todos los casos, comenzó criticando la obsolescencia del sistema público y la imposibilidad de hacer frente en un futuro al incremento de las pensiones de jubilación, exigiendo una reestructuración total del modelo vigente; en España eso se plasmó en el Pacto de Toledo. A continuación se inició la propaganda a favor de los planes privados de pensiones, ofreciendo sistemas de capitalización.

El resultado, afortunadamente no consumado hasta el final, no podía ser más perjudicial. En lugar de fomentar la solidaridad social mediante el sistema de reparto (las personas productivas son las que se hacen cargo de mantener a toda la sociedad), se fomenta el individualismo competitivo (cada trabajador se gestiona su propio plan de pensiones invirtiendo y capitalizando sus ahorros). Las grandes instituciones financieras y las empresas con numerosos trabajadores pasan a gestionar así un enorme caudal de fondos, con el que van a incrementar sus beneficios económicos. Su lógica de gestión no es la que tienen los fondos públicos de la seguridad social y manejan los fondos para obtener el máximo de beneficios económicos, convirtiéndose en elementos decisivos de la desmesurada especulación financiera que ha arrasado en la economía durante los últimos dos decenios.

Este último aspecto nos debe llevar a recordar que uno de los rasgos significativos del capitalismo actual es el predominio total del capitalismo financiero. Bancos e instituciones financieras son las que imponen la ley; el control del déficit público y de la tasa de inflación son el santo y seña de cualquier política económica; las cotizaciones en Bolsa y la especulación inherente a la misma es la información prioritaria en los noticiarios económicos. El avance en las comunicaciones y la desaparición impuesta de límites arancelarios al movimiento de capitales en todo el mundo ha favorecido la consolidación de unas élites absolutamente especulativas y depredadoras, capaces de alterar o arruinar toda política económica que no favoreciera sus insaciables deseos de acumulación de riqueza monetaria. Nunca el valor de cambio y el fetichismo de la mercancía habían llegado a ser tan desmesurados en una sociedad; la nueva clase ‘empresarial’ no genera bienes, sólo maneja dinero (incluso tan sólo cifras en su ordenador) y su objetivo no es tanto el incremento de la productividad o la generación de empleo y trabajo, cuanto la obtención de beneficios económicos, de plusvalías rápidas. Son expertos en contabilidad ‘creativa’ y recurren a los procedimientos más variados para engrosar sus cuentas corrientes. Sin dejar de ser explotadores en sus empresas, son sobre todo especuladores y ladrones y se han asentado sólidamente en todas las instituciones en las que se toman las decisiones importantes y en las empresas, en especial las asociadas con las nuevas tecnologías. A veces llegan a formar parte del poder ejecutivo y desde luego consiguen imponer su voluntad por encima de la de los representantes democráticamente elegidos.

¿Cuáles son las consecuencias que han tenido estos procesos y modificaciones en la clase trabajadora y en el trabajo? Desde luego, como vengo diciendo, la primera y principal es un aumento claro de la explotación, en su sentido más genuino: los empresarios (a los que hay que añadir la tecnocracia formada por los gestores, esto es los altos ejecutivos) se quedan con una parte mayor de la riqueza o el valor generado en el proceso productivo. Desparecidos o muy debilitados todos los controles sociales impuestos al sistema productivo gracias al gran pacto social de los años 30 y 40, el mito del mercado libre campa a sus anchas y ahonda las distancias sociales. Los fenómenos de exclusión social se acentúan y la distancia entre quienes poseen la riqueza y los que no poseen más que su fuerza de trabajo es mucho mayor que hace unas décadas: cada vez son menos los que más poseen y se incrementa el número de los que poseen bien poco, permaneciendo estancada el porcentaje de personas que están sumidas en la más absoluta miseria en medio de un mundo que dispone de riqueza suficiente para atender todas las necesidades básicas de todos los habitantes del planeta. Baste recordar un par de cifras: los altos ejecutivos de las empresas punteras de Estados Unidos ganan 400 veces más que sus empleados; las tres fortunas más grandes del planeta disponen de más dinero que los 48 países más pobres.

Con todo lo grave que esto pueda ser no es todavía lo peor. Recordemos que el trabajo no es sólo un medio de garantizar la propia subsistencia. Es también una actividad específicamente humana, algo que nos humaniza y socializa como posiblemente ninguna otra actividad pueda hacerlo. Pues bien, en este ámbito la situación también se ha deteriorado de forma apreciable. Una vez más, los grandes avances propiciados por el capitalismo regulado por el estado social de derecho habían hecho posible que los trabajadores se sintieran de algún modo identificados con su aportación laboral, incluso en aquellos casos en los que ocupaban posiciones inferiores en la jerarquía laboral. Sabían lo que hacían y sabían también cuál era su aportación a la sociedad a la que pertenecían. Hacían planes a medio y largo plazo y se sentían vinculados tanto a la propia empresa como, sobre todo, a los compañeros con los que compartía el puesto de trabajo. Podían, incluso, prever la cantidad de dinero que percibirían cuando les llegar la jubilación y también podían percibir en su propio entorno familiar la acumulación de los pequeños o grandes logros materiales.

Es todo esto, tan decisivo en la configuración del carácter lo que se ha venido abajo con el nuevo modelo de organización del capitalismo, sin que hasta el momento se haya producido ninguna estrategia sólida de recambio. Al instalar como quicio sobre el que gira la actividad económica la absoluta flexibilidad, se ha perdido la posibilidad de hacer planes a largo plazo y la comprensión de la temporalidad no va mucho más allá del instante fugaz que constituye un presente efímero. Nada de hacer planes a largo plazo, puesto que la posibilidad de que uno se mantenga en un puesto de trabajo durante mucho tiempo es en estos momentos muy escasa. Es más, incluso se puede cuestionar que exista ya algo así como un puesto de trabajo y lo que hay más bien son proyectos o programas en los que una persona se embarca sabiendo que tendrán una duración limitada.

Los propagandistas del sistema suelen referirse a esta situación con eufemismos, el primero de los cuales es sin duda el propio término de ‘flexibilización’, y lo avalan diciendo que gracias a ella se está favoreciendo la propia iniciativa, la creatividad y la capacidad de adaptación a un mundo en constante flujo y cambio. Eso sí, nada suelen decir de que la mayoría de los trabajos que se ofrecen en el mundo laboral son muy poco creativos, exigen poca formación y se articulan de tal modo que cualquier trabajador pueda ser sustituido fácilmente, como una pieza en un engranaje para el que no es necesaria ninguna gran preparación previa. Los trabajos realmente creativos, cimentados en una sólida formación, suelen ser pocos y están acaparados por una élite cognitiva y social que poco a poco se va constituyendo en una casta aparte.

Del mismo modo se ha difundido la idea de que nuestro futuro laboral depende de nosotros mismos, de lo que realmente aportemos a la empresa con la que hemos establecido un contrato precario que durará estrictamente lo que sea imprescindible para realizar el proyecto requerido. La competitividad, en lugar del apoyo mutuo o la solidaridad, se convierte en el lema que orienta nuestra inserción en el mundo laboral. El mundo se divide de este modo entre aquellos que ganan en esa amplia competición económica globalizada y aquellos que obtienen muy poco o pierden; al margen se va engrosando el número de los excluidos, aquellos que por causas diversas ya ni siquiera pueden jugar. Recupera vigencia más de un siglo después aquella premonición de Carlos Marx: es mejor ser un trabajador precario (explotado) que un excluido. La movilidad laboral hace casi imposible establecer vínculos afectivos y solidaridades cotidianas con las personas que nos acompañan en el trabajo y se acentúa la sensación de que los seres humanos somos islotes en un mundo poco hospitalario en el que cada uno va a velar por sus propios intereses.

Con este planteamiento se llega a una conclusión sencilla: en el caso de que una persona no logre salir adelante en este inhóspito mercado laboral, suya será la responsabilidad. Le habrá faltado preparación o formación personal, no habrá tenido la suficiente iniciativa o agresividad o se habrá hecho acomodaticio a una situación que no tiene por qué perdurar. La sociedad no será responsable de nada y mucho menos los gobernantes. Todo plan de ayudas de larga duración, toda atención que vaya más allá de la imprescindible asistencia a los más menesterosos para evitar posibles conflictos sociales, será contraproducente. La gente no debe recurrir a la protección estatal, pues eso aumenta su indolencia y rebaja su iniciativa.

El vínculo social corre serio riesgo de perderse, sucumbiendo ante la fragmentación impuesta por la economía neoliberal. Nadie se siente necesario ni necesitado, todos somos prescindibles en todo momento. Difícil resulta en este contexto que crezcan rasgos básicos de la personalidad moral, como puede ser precisamente la fidelidad a sí mismo, la sensación de pertenencia y afiliación o la aspiración a completar un cierto proyecto existencial a lo largo de una vida. A duras penas la gente joven, la que más padece como es obvio este proceso, se adapta a la nueva situación de precariedad. Reducen radicalmente sus expectativas familiares y personales: nada de relaciones estables de pareja y mucho menos hijos; alternan cursos de formación con puestos de trabajo de duración limitada o de tiempo parcial; retrasan el momento de su emancipación económica, apelando a la familia como red de apoyo mutuo que todavía resiste a su definitiva desaparición; buscan otras redes de creación de la propia identidad en las que se perciban a sí mismos como valiosos y necesarios, bien sean estas redes las fugaces y vacías proporcionadas por el uso del tiempo libre, bien las que ofrecen en casos más extremos las redes tribales de la nacionalidad.

3. Lo que se puede esperar Vivimos sin duda tiempos duros para los trabajadores asalariados. Si tuviera algún sentido recurrir a una metáfora deportiva, podríamos decir que la clase trabajadora pierde por goleada. Es cierto que la situación no es la misma en todas partes, con diferencias significativas según el país o el área económica en la que nos movamos. En algunas zonas se partía de un nivel bastante aceptable de conquistas sociales, lo que hace posible que la situación no sea tan negativa como en otras zonas en las que eran escasas o inexistentes las políticas sociales y el sindicalismo era muy débil. No obstante, el panorama general no es muy alentador.

Las causas de esta situación se deducen fácilmente de lo que he expuesto anteriormente. De entrada y de forma más directa, está la agresión permanente realizada desde el bloque hegemónico,apoyado en las últimas décadas por los gobiernos y partidos políticos dominantes en las democracias representativas. En las grandes líneas de la política económica no existen diferencias apreciables o de fondo entre lo que hacen los partidos de derechas y lo que hacen aquellas organizaciones que se reclaman socialdemócratas y pertenecen a la Internacional Socialista; los partidos de adscripción comunista están prácticamente tan extinguidos como los regímenes del socialismo real. En cierto sentido, no hay nada nuevo en esta situación; este enfrentamiento es una constante histórica, lo cual no evita que debamos ser muy sensibles a las configuraciones específicas que el conflicto adopta en cada momento de la historia. Tampoco parece que vaya a resolverse definitivamente, ni que nos espere a la vuelta de la esquina una sociedad sin conflictos y reconciliada, si bien es posible reducir sensiblemente los niveles del enfrentamiento garantizando un reparto más equitativo de la riqueza social. De todos modos, una lectura rápida de la historia del sindicalismo nos permitirá recordar que su actuación social ha estado jalonada por persecuciones muy duras, algunas con exterminio físico de sus dirigentes más cualificados.

Ninguna de las conquistas logradas en la época dorada del pacto social fue fruto de una concesión graciosa o de un acuerdo dialogado. Más bien fueron el resultado de una lucha dura en la que muchos obreros y muchas obreras pagaron un precio muy alto por que les fueran reconocidos derechos que hoy consideramos evidentes.

Una segunda causa, aunque menos directa, de la actual debilidad de las organizaciones de trabajadores es el modelo de sindicalismo que se ha venido dando en el marco de ese gran estado social de derecho vigente durante tanto tiempo. Con el gran pacto social se consiguió una estabilidad social; la consolidación de un bloque importante de derechos sociales suponía rebajar el nivel de la confrontación social. Los grandes sindicatos dejaban de ser canalizadores del enfrentamiento, sus intereses ya no eran contradictorios con los de los empresarios capitalistas y se podían resolver las divergencias mediante la discusión. El aparato sindical pasaba a formar convertirse en cierto sentido en una agencia paraestatal encargada de defender el punto de vista de los trabajadores, pero garantizando al mismo tiempo que ese punto de vista no cuestionaba el sistema.

En España el pacto social se realizó de forma peculiar; la dictadura de Franco concedió algunos derechos sociales, configurando un sistema económico muy paternalista respecto a los trabajadores. Cuando se inicia el período democrático, es necesario un pacto nuevo con los nuevos sindicatos, mucho más agresivos que los verticales, que han coordinado unas luchas sociales muy duras en los primeros meses de 1976. En los pactos de la Moncloa de octubre de 1977 se firma un acuerdo que tiene más que ver con lo que vendrá después que con lo anterior. En efecto, sin negar que pueda ser algo reduccionista mi versión, los sindicatos obtienen reconocimiento social y pasan a ser también una agencia paraestatal, con subvenciones y devolución del patrimonio acumulado; a cambio aceptan un enfoque de la economía más vinculado a ese incipiente neoliberalismo que empieza a imponerse a finales de los años 70. De hecho, lo que se consigue es moderación salarial, recuperación de los beneficios empresariales, reducción de la inflación y control del déficit público. También se consigue el pleno reconocimiento de los sindicatos. El objetivo de creación de empleo queda siempre pospuesto para una mejor ocasión y las cifras del paro siguen desbocadas; todavía hoy, 26 años después de tan ‘fructífereo’ acuerdo, el paro sigue siendo el problema central de nuestra economía.

Pillados entre una clase empresarial sumamente agresiva, sólidamente protegida por la clase política, y una burocracia sindical excesivamente acomodaticia y demasiado dependiente del funcionamiento al sistema, los trabajadores hemos podido asistir impotentes al deterioro progresivo de su situación. Como suele suceder en estas ocasiones, hay algo de círculo vicioso: la debilidad de los sindicatos viene dada entre otras cosas por la falta de participación y afiliación de los trabajadores; esta bajada de la afiliación es provocada por la debilidad de los sindicatos, incapaces de defender realmente los intereses de los trabajadores. Ya he dicho que la ideología dominante tiene a corroer todo planteamiento que implique participación activa, apoyo mutuo, enfrentamiento colectivo... Es decir, se desmontan los instrumentos básicos de la lucha obrera que en su momento permitieron las conquistas que ahora disfrutamos y estamos empezando a perder.

De todo lo dicho hasta aquí se pueden extraer algunas ideas para responder a la pregunta que formulaba al principio: ¿Tienen algún futuro el sindicalismo? Obligado a ser ya muy breve por las limitaciones del propio artículo, mi respuesta es obviamente: “Sí”. Las condiciones de vida de los trabajadores están seriamente dañadas y todavía queda un cierto margen para que empeoren.

Eso sólo ya bastaría para ser conscientes de que la asociación de los trabajadores para defender sus derechos tiene que recuperar la fuerza perdida, fuerza exigida perentoriamente por el mismo deterioro de esas condiciones. El primer paso debe ser romper un doble círculo vicioso impuesto en la actualidad. Hay que romper cierto fatalismo económico y social que pretende hacernos creer que las cosas no pueden ser de otro modo y que es necesario plegarse a las leyes del mercado tal y como son. Ese fatalismo genera inactividad social y empuja a las personas a refugiarse en el débil y efímero consuelo del consumo gratificante en el restringido círculo de las amistades inmediatas. Esta ruptura está muy bien recogida en uno de los lemas que encabezan las reivindicaciones de los movimientos sociales que más están haciendo contra el actual modelo de globalización: en efecto, otro mundo es posible. Yo me atrevo a decir que otro mundo es necesario porque el actual nos ofrece un futuro bastante sombrío tras un presente muy poco halagüeño.

El otro círculo vicioso es el que mantiene maniatado al sindicalismo para-oficial. Resulta urgente quebrantar la dinámica autodestructiva en la que estamos metidos; conscientes de su escasa capacidad movilizadora, los sindicatos acuden a las mesas de negociaciones con pocos armas en sus manos y se ven obligados a hacer concesiones y a firmar medidas que perjudican objetivamente a los trabajadores. Eso contribuye a una disminución de la afiliación, lo que a su vez acentúa la debilidad negociadora. Para salir de este callejón sin salida, los sindicatos tienen que recuperar la independencia total respecto a los poderes públicos que, como ya he dicho, han tomado claramente partido por el bloque dominante. Eso significa renunciar a subvenciones y mantenerse con las cuotas y el trabajo de sus propios afiliados, reduciendo al mínimo el número de personas liberadas que viven del sindicalismo. Deben además recuperar lo que ha constituido siempre su principal instrumento de presión, la movilización de los trabajadores, la capacidad de sacarlos a la calle interrumpiendo el proceso productivo mediante la convocatoria de huelgas. Es decir, sólo con un incremento de la acción directa se puede resistir la presión de los empresarios y altos ejecutivos y recuperar para el trabajo el papel que realmente le corresponde en las relaciones productivas. Todo esto, claro está, a la espera de que se pueda producir un cambio drástico en el modo de producción vigente.

Sin duda alguna, lo anterior debe ir acompañado por una resistencia a la ideología dominante y un fomento de una cultura alternativa. Nada hay tan nocivo para las luchas sindicales como el desmedido individualismo que se ha impuesto fragmentando y atomizando a los trabajadores.

La solidaridad, el apoyo mutuo,el reconocimiento de que nada podemos hacer en solitario y que es bueno y necesario trabajar codo con codo con quienes padecen condiciones similares de explotación y opresión, todo eso es condición necesaria para reconstruir la capacidad de generar un modelo diferente de relaciones sociales y frenar el deterioro personal y social que está suponiendo el modelo vigente. Frente a la obcecada exaltación de la competitividad hay que reivindicar la fecundidad creativa del apoyo mutuo, frente al individualismo hipertrofiado hay que fomentar una concepción de la persona en la que la dimensión individual vaya unida a la comunitaria.

Nada de “Vive y deja vivir” y más de “Vive y ayuda a vivir”, pues mi vida sólo es vida cuando está rodeada por otros seres tan vivos como yo y mi libertad empieza donde empieza la libertad de los demás, pues su libertad me hace libre y su vitalidad me hace sentirme vivo.

Del mismo modo urge invertir la tendencia a la degradación de las condiciones del trabajo. El trabajo asalariado sigue siendo, y deberá seguir siendo siempre, una parte fundamental de nuestra existencia y de nuestra participación en un proyecto social colectivo. De ahí el sentido profundamente degradante y destructivo de la proliferación del trabajo precario y del trabajo basura del que antes hablaba. Las personas necesitamos insertar nuestra existencia en el marco de proyectos de corta, media y larga duración y no podemos soportar el vivir en la permanente fugacidad de lo precario e inestable. Necesitamos establecer ciertos vínculos con quienes trabajan con nosotros y sentir que lo que hacemos contribuye al funcionamiento de la sociedad a la que pertenecemos. No basta, por tanto, con conseguir cualquier empleo; se necesitan empleos que cubran ciertas garantías de calidad, algo que no se da en muchos de los trabajos actualmente disponibles y menos todavía en los nuevos yacimientos de empleo.

Ciertamente ha sido muy importante la disminución del tiempo que los seres humanos dedicamos al trabajo asalariado, dejando un espacio y un tiempo mayores para dar salida a nuestra actividad creativa en dimensiones diversas de nuestra existencia, no sometidas al fetichismo de la mercancía. Esta situación ha planteado nuevas exigencias a quienes pensamos que es posible una sociedad mucho más justa y más enriquecedora. Se han abierto diversos ámbitos en los que la participación social, y la lucha que conlleva, es básica, haciendo muy urgente la recuperación de la sociedad civil y de la ciudadanía, en unos momentos en los que las formas tradicionales de participación en la vida política están bastante deterioradas y des-prestigiadas. Eso quizá quite algo del protagonismo que la lucha sindical tenía a caballo de los siglos XIX y XX, y nos exija a todas las personas estar presentes en muchas más batallas. No obstante, creo que la lucha sindical sigue siendo prioritaria dado el peso específico que el trabajo tiene para los seres humanos. Por otra parte cualquier lucha social, sea sindical, ecologista, feminista o pacifista, sólo tiene sentido en la medida en que mantiene una visión global de la sociedad en la que se da, es consciente del conjunto de los problemas y coordina sus tácticas y sus estrategias con lo que se hace en los otros campos.

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