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EL AMOR, LA FELICIDAD Y EL COOPERATIVISMO


Me sorprendió el resultado de una reciente encuesta en la que se pidió a jóvenes de todo el mundo que opinaran sobre la felicidad. Aun cuando no pudieron definirla exactamente, la mayoría de la los jóvenes confesaron que lo que los haría más felices sería la obtención de riqueza y la fama. Algunos entrevistados manifestaron un nebuloso interés por las cosas “espirituales”, pero pocos pudieron expresar claramente a qué se referían. Un grupo todavía menor manifestó que sólo la práctica o el involucramiento en actividades artísticas, políticas o científicas podría darle sentido pleno a sus vidas y, por lo tanto, sólo su inclusión les permitiría alcanzar la felicidad.

La mayoría de los intelectuales, académicos y demás “gente seria” podría considerar irrelevante e intrascendente esta encuesta, pero a mí me pareció sumamente interesante, pues considero que este tema es vital para el futuro de la Humanidad. De hecho, el tema de la felicidad ha sido abordado desde los presocráticos hasta Camus y Saint Exupery, pasando por Kierkegaard y Nietzsche. Incluso los sanguinarios dictadores Hitler y Stalin justificaban sus atrocidades aduciendo que eran inevitables en su lucha para promover la felicidad de sus respectivos pueblos (¿O no era ese el objetivo final del Nacionalsocialismo y del Marxismo-Leninismo?). Así pues, considero que vale la pena dedicar unos párrafos a esta encuesta.

En primer lugar, me pareció preocupante que estos jóvenes concibieran la felicidad como una transmutación personal que sólo se puede alcanzar al final de un largo y azaroso viaje. Por razones de salud social e individual, considero inapropiado que se considere a la felicidad como una meta y no como un sentimiento o un estado más o menos continuo de bienestar, alegría y satisfacción, el cual puede tener múltiples causas, algunas de ellas meramente fisiológicas. Pero no tiene nada de raro que estos jóvenes tengan una concepción finalista de la felicidad, ya que casi todos los adultos piensan del mismo modo. Sin embargo, lo que la mayoría de la gente ignora es que esta concepción ha sido propiciada por las religiones, especialmente por las religiones salvacionistas, las cuales consideran que lo importante no es el camino, sino el destino o la meta final. Ciertas religiones incluso han llegado a proclamar que lo que importa es el glorioso final de los individuos y las sociedades, no los triviales acontecimientos cotidianos.

Aun cuando algunas religiones antiguas como el Budismo ya promovían este concepto finalista de la felicidad (la meta es alcanzar el nirvana), no fue sino hasta la aparición de las religiones monoteístas cuando se generalizó esta cosmovisión. Mientras que las religiones celtas, griegas, egipcias e hindúes de la antigüedad tenían una visión circular del devenir del mundo, con ciclos lunares, estacionales, generacionales y cósmicos, el Cristianismo (y posteriormente el Islam) introdujo al mundo occidental el concepto lineal de la historia, lo que propició una concepción de la vida en la que el “eterno retorno” de los pueblos paganos no sólo resultaba absurdo, sino también pecaminoso. Las sociedades y los individuos tenían un destino (un destino pre-establecido nada menos que por el propio Dios), por lo que aferrarse a los placeres mundanos equivalía a entorpecer y a retar los designios divinos. La felicidad ya no radicaba en las pequeñas y grandes alegrías cotidianas, sino que se encontraba más allá del final de la vida; es decir, en la otra vida. Estas religiones prometían una recompensa en el más allá después de toda una vida de sufrimientos y renuncias (“éste no es más que un valle de lágrimas”, era una de las frases favoritas de los predicadores cristianos).

Después de casi dos mil años de sufrimiento y resignación aparecieron nuevos profetas, quienes, al igual que los predicadores de las religiones salvacionistas, prometían a las masas un paraíso, pero ya no en la otra vida, sino en el mundo terrenal. Esto es particularmente cierto en el caso del Marxismo-Leninismo, ideología que promovía la instauración de un paraíso en la Tierra una vez que triunfara el Proletariado. Pero esto tampoco debe extrañarnos, pues si pensadores de la talla de Marx sucumbieron a esta tentación finalista, ¿qué podía esperarse de sus seguidores, quienes no eran más que sacerdotes laicos de una ideología que tenía todas las características de una religión?

Sin embargo, con todos los horrores que provocó el llamado “socialismo real”, a estas alturas del siglo veintiuno ya no debe preocuparnos la ideología marxista-leninista, pues actualmente está muerta y enterrada. Por lo que respecta a los otros socialismos estatistas, todos terminaron en una caricatura: la socialdemocracia.

Pero todavía más importante que la concepción finalista de la felicidad son las bases sobre las que la sustentaron los jóvenes entrevistados: la riqueza y la fama. Esta respuesta resulta francamente desafortunada, puesto que este tipo de felicidad, además de ser intrínsecamente frágil, es injusta, ya que sólo podría ser alcanzada por una minoría de la humanidad. Veamos por qué:

A diferencia de lo que se supone generalmente, el concepto de riqueza siempre es contextual; es decir, depende del ambiente histórico, social, tecnológico, geográfico, etc. en donde se le defina; por ejemplo, en un lugar desértico y caluroso un gran depósito de nieve podría considerarse una pieza de riqueza; sin embargo, en el Polo Norte este depósito no tendría mucho valor. Por otra parte, la riqueza siempre es relativa: un hombre, una tribu o una nación siempre son ricos en relación con otros hombres, tribus o naciones; por ejemplo, si nos circunscribimos a la producción y disponibilidad de bienes manufacturados, la riqueza de la antigua Roma no se podría comparar con la de cualquier país medianamente desarrollado de la actualidad, ya que los romanos no disponían de las modernas plantas de producción industrial. El siguiente ejemplo resulta todavía más ilustrativo: mientras que un obrero calificado alemán se considera a sí mismo como un hombre de clase media, para los habitantes de Bangladesh su nivel de ingresos es el de una persona rica.

Así pues, cuando los jóvenes de la encuesta manifestaron que sólo se considerarían plenamente felices si fueran ricos, lo que quisieron decir es que deseaban ser más ricos que el promedio de los miembros de la sociedad en la que viven. Esto significa que su felicidad se sustenta en la premisa de que la mayoría de la gente no debe tener su nivel de riqueza. De acuerdo con este tipo de pensamiento, no importa cuánta riqueza pueda yo poseer, lo importante es que tenga más que el promedio de la gente. Esto implica que la gente promedio no tiene derecho a la felicidad.

Respecto al deseo de fama, el asunto también es grave, ya que para que exista una persona famosa deben existir muchos seres anónimos, pues no es posible que todos seamos famosos. Al igual que con la riqueza, en el caso de la fama también están en conflicto los intereses de unos pocos con los de la mayoría; pero aquí, además, entra en juego otra cuestión: ¿Por qué la gente busca la fama?

La mayoría de los etnólogos y antropólogos coinciden en que todos los miembros de las sociedades humanas tienen un deseo innato de ser aceptados y queridos por los demás integrantes de sus comunidades; si embargo, no todos aspiran a ser machos o hembras dominantes. Mientras que algunos animales gregarios desean ser miembros alfa de sus grupos para tener prioridad genética respecto a sus congéneres (es decir, para que sus genes tengan mayor difusión), los seres humanos buscan, además, la satisfacción psicológica del liderazgo. Lo que a veces se pasa por alto es que el liderazgo también implica obligaciones y responsabilidades, que no todos los humanos quieren o pueden aceptar. Por lo tanto, algunos hombres (y mujeres) que no se consideran suficientemente fuertes o astutos para pelear por el liderazgo, optan por un camino alterno: el de la fama. Si analizamos cuidadosamente la fama veremos que tiene cualidades parecidas al poder, aunque en este caso se trata de un poder no coercitivo. Al igual que el hombre poderoso, el hombre famoso posee un séquito de “fans” pero, a diferencia del primero, no tiene obligaciones o responsabilidades concretas hacia ellos. La fama es una especie de poder “blando” que no implica deberes, obligaciones o responsabilidades. Sin embargo, el hecho de que la fama no conlleve un poder verdaderamente real hacia los “súbditos” no lo hace menos apetecible, especialmente si el famoso no se siente suficientemente fuerte y competente para manejarlo.

En conclusión, si desde el punto de vista ético y sociológico tanto su concepción de la felicidad como sus basamentos son incorrectos, ¿qué otro paradigma de felicidad podría proponerse a estos jóvenes? ¿Es posible implementar un paradigma de felicidad que no implique elitismo o exclusión? La respuesta es sí: una felicidad basada en el amor.

No se trata de una broma. En primer lugar, el amor es un bien muy abundante y que sin embargo no ha sido aprovechado apropiadamente por las sociedades y los gobiernos del mundo. El amor, como la sabiduría, puede prodigarse infinitamente sin que el dador se empobrezca, y esto resulta bastante sorprendente para los economistas. Es más, considero que es una pena que tantos filósofos del pasado (con excepción de Séneca y Epicuro, y hasta cierto punto Budha) consideraran indigno de su nivel intelectual ocuparse de algo como el amor.

Quizá alguien me dirá que no tiene objeto redescubrir el hilo negro, que actualmente vivimos bajo los preceptos morales del Cristianismo y otras religiones fundadas en el amor al prójimo y que, sin embargo, la mayoría de la gente no es feliz. A esto respondería lo siguiente: Ni Jesucristo ni Mahoma predicaron la felicidad cotidiana, y mucho menos la paz. Si vamos a creer a los Evangelios, la felicidad que ofrecía Jesucristo no sería disfrutada por sus discípulos en la Tierra, pues “su reino no era de este mundo”, según sus propias palabras. Eusebio, Agustín y particularmente Pablo arengaban a las masas con terribles amenazas contra los pecadores, pregonaban el odio hacia los paganos y promovían la resignación y la abstinencia hasta el grado de manifestar que “si tu ojo derecho es ocasión de pecado, arráncatelo”. El lóbrego mundo que contribuyeron a formar estos santos varones no propiciaba mucho la aparición de sociedades felices y justas (y mucho menos tolerantes). Por lo que respecta a Mahoma, la Historia ha registrado detalladamente la manera tan pacífica como se difundieron sus creencias.

Antes de continuar trataré de definir el amor. La mejor manera de definirlo es considerarlo como uno de los mecanismos evolutivos más exitosos que hayan surgido en nuestro planeta; como un sentimiento que fomenta la cohesión, la cooperación y la convivencia; en fin, como la base de la supervivencia de las especies superiores. Aun cuando cualquier zoólogo puede confirmar que este sentimiento ya se manifiesta entre los animales inferiores, fue entre los mamíferos donde alcanzó su plena madurez. Fue entonces cuando se convirtió en una liga profunda entre dos o más seres, un sentimiento que adquiere multitud de formas: desde el sacrificio de una pantera para salvar a sus cachorros hasta el jugueteo despreocupado de unos jóvenes delfines. Pero la manifestación más refinada del amor se da entre los animales que tienen suficiente capacidad cerebral para responder más apropiadamente a su complejidad: los humanos. Sólo los humanos son capaces de amar a un ser que nunca han conocido, e incluso a un ser que no pertenece a su especie, como ocurre en el caso de las relaciones entre humanos y mascotas.

El amor, a diferencia de la riqueza y la fama, no es excluyente. No hay seres humanos lo suficientemente pobres, enfermos u oligofrénicos que no pueden dar o recibir amor. Un paradigma de la felicidad basada en el amor no sólo eliminaría las guerras y la violencia organizada, sino que contribuiría a disminuir el desperdicio y la sobreexplotación de nuestra madre Gea. También mitigaría el deseo desmedido de riquezas que padecen algunas personas infectadas por el virus del Capitalismo desbordado, quienes por su insatisfacción existencial son capaces de cualquier barbaridad para incrementar sus ya de por sí obscenas fortunas. Tampoco ocurrirían masacres como las que se están perpetrando en Irak y Afganistán si los piadosos gobernantes de Estados Unidos guiaran su política exterior inspirados en el amor y no en la ambición y el odio hacia un enemigo inventado por ellos mismos.

No obstante, las cosas no ocurrirán por un acto de magia o por el puro deseo; así que si queremos promover este tipo de felicidad tendremos que organizarnos y hacer un gigantesco esfuerzo mundial basados en una ética realista y en una economía cooperativista,


El cooperativismo como base de la felicidad social


Entre los animales sociales la cooperación mutua es necesaria y, en ocasiones, vital para la preservación de las especies. Sin embargo, aun cuando esta actitud cooperativa es una conducta aprendida, sólo puede desarrollarse si está basada en un instinto inscrito en los genes del animal.

Los mamíferos, que es la clase a la que pertenecen los humanos, forman grupos que pueden incluir una familia, varias familias o un número indeterminado de individuos no emparentados, y la cooperación puede consistir en el cuidado grupal de las crías por parte de las hembras o los machos adultos, la formación de cuadrillas de vigilancia y alarma ante una amenaza, la repartición del producto de la caza, el compartimiento del terreno de pastoreo o de la guarida, etc. También varía el grado de cooperación, que puede ser altísimo (como entre los suricatos), mediano (como entre los leones) y prácticamente nulo (como entre los leopardos). Así pues, la variación en las conductas cooperativas de los animales sociales de las distintas especies es prácticamente infinita.

¿Y respecto al animal humano? De acuerdo con las más recientes investigaciones antropológicas, las primitivas hordas humanas estaban formadas por algunas decenas de familias emparentadas entre sí y encabezadas por un macho dominante (Algunos científicos piensan que también incluían una matriarca). En este tipo de organización, los machos dominantes tenían ciertos privilegios pero, en general, ejercían un liderazgo benigno que permitía la cohesión del grupo y fomentaba la cooperación entre todos los miembros.

Ya desde la época de los antiguos griegos se sabía que el Hombre es un animal que no puede alcanzar su pleno desarrollo físico y mental fuera de un grupo social organizado (el hombre es un zoon politikon, decía el filósofo Aristóteles), y actualmente la mayoría de los investigadores coinciden en que el ser humano siempre fue instintivamente gregario, empático y cooperativista. Lo que todavía está en discusión es el alcance que tenían estos sentimientos empáticos en la prehistoria. ¿La actitud solidaria incluía, además de los miembros de la propia horda, a individuos de otras hordas (por ejemplo, niños abandonados y hombres enfermos o heridos de otras hordas)? Por ahora no lo sabemos, pero en lo que sí existe consenso es que dentro de las hordas primitivas la conducta cooperativa era esencial para la sobrevivencia del grupo.

Algunos historiadores, antropólogos y sociólogos proponen la hipótesis de que el estado actual de confrontación social es el resultado de una distorsión de las relaciones inter-comunitarias provocada por la imposición en las sociedades primitivas de estructuras jerarquizadas que chocaron con los intereses de sus integrantes. Según esta opinión, a lo largo del devenir humano los agrupamientos de hordas en tribus y de tribus en naciones no se hicieron a través de contratos voluntarios, sino por medios coercitivos, lo que provocó la convivencia forzada de grupos con intereses diversos e incluso antagónicos, y esto a su vez originó una erosión progresiva de la solidaridad, la empatía y la cooperación entre los individuos dentro de las sociedades.

Ya sea que las cosas hayan ocurrido así o de alguna otra manera, el caso es que actualmente la especie humana está dividida en naciones, razas, etnias, religiones, ideologías, clases, etc., y esta división frecuentemente provoca odios, conflictos y guerras. ¿Por qué ocurre esto? Entre otras cosas, porque hay élites que se benefician de este estado de cosas. Pero, independientemente de las causas, el hombre común se siente totalmente inerme ante este caótico e injusto estado en el que se encuentra la especie humana. Las sociedades actuales son tan grandes y complejas, que el hombre medio piensa que ni la más refinada y transparente democracia participativa le permitiría influir en los acontecimientos nacionales, ya no digamos en los de carácter mundial. No obstante, todavía hay personas que no creen que estén cerrados todos los caminos hacia la Utopía, y que el camino más viable es el cooperativismo. Después de un siglo de experimentos socialistas que terminaron en pavorosas tiranías, después de dos guerras mundiales y la amenaza de una tercera y última, después una pandemia de SIDA y de las hambrunas africanas, todavía hay necios que creen que los instintos de cooperación y solidaridad que acompañaron a lo largo de cientos de miles de años a las hordas humanas aún nos pueden ayudar a construir un nuevo tipo de convivencia que permita a la mayoría de los hombres vivir una vida sana y productiva y desarrollar sus potencialidades en beneficio propio y de sus semejantes. Y es el cooperativismo el único camino que nos permitirá lograr esto.


Breve definición del cooperativismo


El cooperativismo, como su nombre lo indica, es una doctrina social y económica que promueve la cooperación voluntaria entre los miembros de una comunidad para crear y administrar un proyecto económico y social común. Se basa en dos premisas fundamentales: la existencia de un instinto en el hombre que lo impulsa a colaborar con su grupo y la posibilidad de educar al ser humano para que refine sus sentimientos de solidaridad y empatía hacia los demás. Por lo que respecta al instinto de cooperación, precisamente por tratarse de un instinto debe haber sobrevivido en nuestros genes hasta nuestros días. En relación con los sentimientos de solidaridad y empatía, todo es cuestión de educar a los niños en un ambiente que los propicie, es decir, en una sociedad que no se parezca a la nuestra. ¿Y cómo vamos a lograr esto? Por supuesto que no va a ser por medio de una revolución sangrienta encabezada por un líder carismático rodeado de una camarilla de ideólogos fanáticos. Nuestra labor deberá ser lenta y callada, sin líderes autoritarios y omnisapientes que vigilen la estricta observancia del dogma y la verdad absoluta. Nuestra labor deberá realizarse entre nuestros amigos y parientes, en nuestras escuelas y centros de trabajo, en el Internet, etc. Estará basada únicamente en cuatro principios fundamentales: la solidaridad, la empatía, la libertad y la equidad. De la solidaridad y la empatía ya hablamos en los párrafos anteriores, así que ahora abordaremos la libertad y la equidad.

La libertad, o más bien las libertades, se dividen en dos grupos: Las libertades fundamentales y las libertades políticas. Las libertades fundamentales son las que nos permiten vivir y desarrollarnos como seres humanos sin interferencias del Estado y de la sociedad; es decir, son la libertad de creer, trabajar (o no trabajar), pensar, decir y hacer todo lo que deseemos sin ninguna restricción o censura. Otras libertades fundamentales son la de libertad de tránsito, de elección de pareja, de elección de residencia, de elección de profesión u ocupación, de asociación, etc. Las libertades políticas (también denominadas derechos políticos por algunos juristas) son las que nos permiten participar en el manejo de nuestras instituciones políticas y sociales, como son la libertad de votar o de postularse para un cargo público, de revocar el mandato de los gobernantes, de asociarse en agrupaciones o partidos políticos, de acceder a los archivos públicos, etc.

La equidad es el principio según el cual todos los individuos, familias o grupos deben recibir de la sociedad exactamente lo que merecen, de acuerdo con sus aportaciones, sus capacidades y sus necesidades, en ese orden. Lo anterior quiere decir que un individuo apático, egoísta y perezoso, por más necesitado que se encuentre no debe recibir de la sociedad lo mismo que recibiría una persona colaboradora, esforzada y diligente. Este individuo, no obstante, podría recibir una ayuda inmerecida de la sociedad, no por razones de equidad, sino por solidaridad y empatía. De acuerdo con lo anterior, mientras que la equidad tiene el carácter de obligatoria, la solidaridad podrá ser otorgada graciosamente por los miembros de la sociedad sin que medie la coerción.

El tema de la equidad también es importante porque constituye la base de todo sistema cooperativista. Además, es una cuestión que los ideólogos del capitalismo se rehúsan sistemáticamente a discutir. Veamos por qué:

Aunque desde la época de Ricardo los economistas ya hablaban de la plusvalía, fue Marx quien esclareció definitivamente la cuestión. En términos muy sencillos, la plusvalía o valor agregado es el aumento de valor que sufre un objeto comercializable (es decir, una mercancía) cuando es transformado por el trabajo humano. De acuerdo con esto, una caja de tornillos vale más que el rollo de alambre que se requirió para elaborarlos, una olla metálica vale más que la lámina que se utilizó para fabricarla, un rollo de tela vale más que el algodón que se empleó para tejerlo, etc. Así pues, la plusvalía no es más que trabajo humano acumulado, y aquí está la clave de la falta de equidad del sistema capitalista. Con el siguiente ejemplo bastará para dejar todo esto en claro: Si un empresario capitalista instala una fábrica de cualquier cosa y contrata 100 obreros para que trabajen en ella, parte de la premisa de que va a recibir un porcentaje de la plusvalía que van a generar sus asalariados. Si cada uno de los 100 asalariados produce 100 dólares diarios de plusvalía y el empresario sólo paga 50 dólares diarios a cada uno de ellos, entonces recibirá 5 000 dólares diarios provenientes de la plusvalía que les descontó. Así pues, el capitalista recibirá 100 veces más ingresos que cada uno de sus empleados, sin trabajar 100 veces más tiempo y sin ser 100 veces más diligente y productivo. Por supuesto que el empresario se defenderá diciendo que el porcentaje de la plusvalía que descontó la sus empleados lo merece con justicia porque él, y sólo él, arriesgó su capital para producir la mercancía en cuestión, mientras que los obreros sólo contribuyeron con su trabajo.

No vamos a discutir aquí el tema de la acumulación original ni la manera tan oscura cómo amasaron sus fortunas los antiguos y los modernos magnates capitalistas. Lo que sí vamos a dejar en claro es que si queremos transitar de una manera tranquila y civilizada del capitalismo al cooperativismo no debemos recurrir a la violencia, porque ésta sólo genera más violencia. Por lo tanto, no nos quedará más remedio que respetar el derecho de propiedad de los empresarios capitalistas (aunque lo consideremos injusto) y comenzar a crear, en paralelo, empresas cooperativas. El primer paso para la instalación del cooperativismo en nuestras sociedades deberá comenzar con una etapa de libre competencia entre las sociedades anónimas y las cooperativas, pero con base en un régimen fiscal que favorezca a estas últimas con la exención de impuestos. Bajo este régimen fiscal, los capitalistas pagarán doble impuesto (por ellos mismos y por sus empresas), mientras que los cooperativistas únicamente pagarán como personas físicas. Esta política de doble tributación ya se aplica en casi todos los países desarrollados (por ejemplo, en Estados Unidos el Departamento del Tesoro cobra impuestos tanto a las corporaciones como a sus accionistas), así que los congresos o parlamentos de los países en desarrollo no tendrán argumentos válidos para negarse a aprobar una legislación de este tipo. El fomento al cooperativismo también requerirá de fuertes inversiones por parte del Estado (y esto ya ocurre en los países escandinavos y en Israel) y de la creación de bancos de desarrollo. Para financiar estas instituciones no será necesario crear nuevos impuestos ni elevar las tasas actuales: bastará con utilizar los fondos fiscales que actualmente se destinan a los gastos militares y a subsidios para las grandes empresas.

A medida que prospere el sector cooperativista de la economía irán desapareciendo las corporaciones debido al éxodo de asalariados hacia las empresas cooperativas, y eventualmente éstas desaparecerán por falta de empleados a quienes explotar. Esto permitirá la eliminación de uno de los agentes que más daño está causando a nuestras sociedades: la élite capitalista que, a diferencia de los funcionarios gubernamentales elegidos democráticamente, posee un gran poder y ninguna responsabilidad frente a la ciudadanía, así como una sed aparentemente insaciable de dinero y poder, a costa de lo que sea.

¿Permitirá el actual stablishment que sus amadas corporaciones dejen de ser las entidades privilegiadas del Estado? Todo dependerá de la profundidad de nuestras convicciones, de nuestra capacidad de argumentación y convencimiento y de nuestra fuerza política real. No es la primera vez que las actividades de convencimiento de los intelectuales y grupos organizados logra cambios importantes en la sociedad cuando su labor es continua y sus propuestas están bien fundamentadas y argumentadas (simplemente recordemos la abolición de la esclavitud y de las monarquías absolutas en los siglos XVIII y XIX, así como la adopción de la democracia representativa y la seguridad social a principios del siglo XX). Pero esto no sólo ocurrió en el pasado, ya que también en los últimos años los movimientos ecologistas han obtenido notables triunfos, a pesar de la oposición de algunos gobiernos y transnacionales. Tampoco olvidemos a las organizaciones pacifistas o de derechos humanos y su positiva actuación aun en países dictatoriales.

Pero de todos modos no podemos confiar en la buena voluntad de los políticos y plutócratas, así que el prerrequisito para el triunfo de nuestra causa es organizarnos y movilizarnos para realizar una trasformación a fondo de los sistemas políticos del mundo: no basta con la democracia representativa para que el ciudadano medio adquiera la capacidad para controlar plenamente las actividades de sus gobernantes, especialmente si persiste el actual contubernio entre los grandes capitalistas y los gobiernos. También debemos tener presente que los partidos políticos se han convertido en gigantescas burocracias plagadas de intereses egoístas y carentes de ética, e incluso de ideologia. Los términos “izquierda” y “derecha” han perdido su sentido original. Hemos llegado a niveles orwelianos de distorsión del sentido de las palabras, pues de otro modo no se explica que partidos políticos autodenominados “socialistas” (como el PSOE español, la Socialdemocracia alemana y los partidos “socialistas” de Sudamérica) permitan el fortalecimiento de las grandes transnacionales y la absorción de empresas por parte compañías “controladoras”, que de esta manera se convierten en súper-corporaciones con más poder real que algunos gobiernos.

¿Todavía hay tiempo de rescatar a los gobiernos de la manipulación de los partidos tradicionales y de las grandes corporaciones? Yo creo que sí, pero siempre y cuando no juguemos el mismo juego que ellos inventaron. Mientras que ellos juegan a nivel macro, nosotros tenemos que contrarrestarlos actuando a nivel micro. Esta estrategia es la única que nos permitirá avanzar, pues no hay otro modo de competir con los dueños del gran poder y del gran dinero. Además, si formamos grandes organizaciones piramidales corremos el riesgo de engendrar líderes autócratas, quienes, debido a la naturaleza humana y a los enormes intereses en juego, podrían venderse al enemigo y traicionar nuestra causa. Cada una de nuestras organizaciones debe tener no más de unos cientos de miembros, los cuales deberán estar dispuestos a sesionar por lo menos una vez a la semana. No deberá permitirse la reelección de los líderes, y éstos siempre irán acompañados de un comité de miembros de las bases cuando realicen negociaciones con los partidos actuales, con las grandes corporaciones o con los gobiernos.

La meta inicial de este movimiento será la multiplicación de las cooperativas, hasta que sean tantas y alcancen tanto poder como el que actualmente tienen las corporaciones. Para no desgastarnos prematuramente, no entraremos en polémicas político-ideológicas con las corporaciones, los partidos políticos o los gobiernos, y sólo hasta que estemos en condiciones de igualdad comenzaremos a discutir temas que no sean estrictamente económicos.

¿Cómo funciona una cooperativa? De la misma manera que una sociedad anónima o corporación, pero en estas empresas todo gira en torno a la equidad (que no es lo mismo que la igualdad). A cada socio le corresponde una parte de las utilidades, que se determina de acuerdo con la cantidad de trabajo, conocimientos y talento que aporta, no con el número de acciones que posee, como ocurre en las corporaciones. Por supuesto que en estas empresas también hay jerarquías, pero el puesto que cada quien desempeña lo determina el comité administrador con base en las cualidades y los conocimientos personales de cada uno de los socios evaluados. A diferencia de la junta de accionistas de las sociedades anónimas (que es esencialmente un grupo de parásitos), los miembros del comité administrador son elegidos democráticamente por todos los socios, y la duración de su encargo está predeterminada, por lo que no se pueden perpetuar en el puesto.

Además de la equidad, otra peculiaridad de las cooperativas que las diferencia de las sociedades anónimas es la estricta conexión entre el capital y el trabajo: ningún socio puede aportar únicamente capital o únicamente trabajo, ya que ambos están indisolublemente unidos. Mientras que en una corporación un accionista puede ganar cien veces más que un empleado común, en una cooperativa esto es imposible, ya que no es creíble que un socio pueda producir cien veces más que otro, por más ingenioso y esforzado que sea. No obstante, a un socio que aporte una innovación tecnológica o alguna mejora de otro tipo a la empresa se le podría otorgar un premio o regalías adicionales a su sueldo, pero esto no viola el principio de equidad, a menos que sea exagerada la recompensa otorgada por su aportación.

La meta final del cooperativismo es reeducar a la sociedad para que recupere los buenos hábitos de cooperación y convivencia social. También busca eliminar los mecanismos políticos y económicos que actualmente permiten a algunos individuos acumular gigantescas fortunas (y el enorme poder que esto conlleva) y utilizarlas a su capricho y sin ningún control por parte de los gobiernos, y mucho menos de las ciudadanías, propiciando con ello la degradación social y ambiental, guerras y todas las demás calamidades que produce el poder exagerado y sin control que actualmente disfrutan unos cuantos.

También debe quedar muy claro que, a diferencia del comunismo trasnochado, el cooperativismo no pretende la igualdad económica absoluta entre todos los miembros de la sociedad (y mucho menos la intervención del Estado para que ello sea obligatorio), ya que esto, además de imposible, es inequitativo. Lo que busca es que la riqueza producida por el ingenio y el trabajo de cada ciudadano no le sea arrebatada por el Estado, como ocurría en el socialismo burocrático, ni por los empresarios capitalistas, como ocurre actualmente en casi todo el mundo. Esto no producirá un estado inmediato de felicidad universal, pero sí nos ayudará a avanzar un poco hacia la Utopía.


ESTEBAN TORRES